viernes, 2 de febrero de 2007

El camino de la Luna

La noche era fría.
La suave brisa mecía su melena al compás de las finas olas. Contemplaba el camino de la Luna en el oscuro océano. Intentaba no pensar en nada, necesitaba dejar su mente en blanco. Había sido un día muy duro, necesitaba un respiro.
El frío era intenso. Acurrucó sus piernas contra su pecho descansando en sus rodillas el mentón pronunciado de su tosca cara. Se sentía sola, muy sola. Ese vacío era su mejor amigo, su fiel compañero. No había conocido nadie más sincero, más hostil y sobretodo más fiel; que su silencio, su soledad.
El orfanato había sido su padre en su niñez y la iglesia su madre en la adolescencia. Su mejor amigo, “tito” el galán periquito de verde esperanza. Un buen día descansó en su jaula y su confesor desapareció. Desde entonces no tenía desahogo al llegar a casa.
En su madurez su vida se tornó monótona, se encerró en su mundo, se volvió insegura. No faltaban razones para su degradada personalidad. Su autoestima calló en lo más profundo, los abusos del orfanato rompieron su fragilidad.
La iglesia fue su refugio, y el señor su humilde buen estar. En el transcurso de su instancia, sus rezos la fortalecieron, sus plegarias la inmortalizaron. Recuperó el brillo en los ojos, su sonrisa retornó más dulce; más repetitiva. Se sentía a gusto en su clausura, sumida en su silencio.
En esos años tuvo la oportunidad de investigar por su pasado y divagar entre sus parientes; necesitaba saber su providencia, ella era la herencia de alguien que no conocía. Sus atuendos le facilitaron el camino más oscuro del orfanato. Abrió las puertas de la contienda más encubierta de sus archivos. Su buena conducta y su implicación en el convento, la llevaron a iniciar una repesca de adolescentes en su orfanato. Eso le facilitó aún más su objetivo.
Antonio sufría del corazón, su azúcar estaba por las nubes y su hígado muy lacerado por el alcohol. La mascarilla de oxigeno lo ayudaba a descansar; reposaba su cabeza en una mullida almohada blanca en lo alto de una cama de hospital. Se encontraba en la enfermería de la prisión Granua. Habían pasado tres semanas de su ingreso.
Aquella mañana hacía más calor de lo normal en la habitación pero, eso no fue lo que le despertó. Abrió los ojos desesperadamente, le faltaba el aire. La cara de una mujer lo miraba fijamente, la mascarilla estaba en su poder.
-Madre... por favor –suplicó Antonio a media voz. La hermana posó dulcemente de nuevo la mascarilla en su boca.
-Buenos días hijo, me alegra volver a verte.
Antonio la miró petrificado, no entendía nada. Una monja había venido a verlo, además una monja guapa pero, con mala leche. Menudo despertar. Exhaló el aire ferozmente durante unos segundos hasta que recobró la normalidad en sus constantes vitales. Ya más calmado la observó fijamente; había algo en aquellos verdes ojos, algo que le resultaba familiar. Alargó su mano derecha para apartarse la mascarilla, la monja frunció el ceño y se lo impidió dejando entrever a su vez la jeringuilla que escondía. La pasó por delante de sus ojos y Antonio pudo el blanquecido líquido brumoso.
Se levantó de la húmeda arena, se desprendió de su atuendo negro y dejó sobre su ropa la foto que poseía en su pecho. Era la foto de una mujer de facciones muy marcadas y unos ojos de un verde intenso. La foto del archivo.
Semidesnuda comenzó a caminar por la arena; cuando llegó a la orilla se paró un instante. El agua mojó sus pies y la hizo estremecerse por un momento. Su vista perpleja en el camino blanco la hizo musitar.
-Madre descansa en paz... he vengado tu muerte.
Cuando parecía que iba a dar media vuelta, se afianzó aún más y a paso ligero siguió el camino de la Luna que se adentraba en el mar. Su cuerpo erguido y realzando su personalidad en toda su dulzura, siguió decidida mientras desaparecía en el reflejo de su Luna.
-Te quiero, perdóname hija.
Su padre la había reconocido, no podría vivir con esas palabras; ya era demasiado tarde la jeringuilla estaba vacía.

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